En mi actual experiencia de cartel, su carácter de dispositivo epistémico y, fundamentalmente, libidinal se ha puesto en juego. Y cómo se llegó a escribir el rasgo, lo demuestra.
En la primera reunión, cuando llega el turno, despliego con hincapié las idas y vueltas de la problemática clínica de la cual partía, así como un impasse conceptual localizado entre dos opciones. Esto fue dicho en una metonimia imprecisa. De modo sorpresivo, sin permanecer escuchando el dilema –nerd-clínico y epistémico‑ el más uno se atrevió a nombrar mi rasgo, sin dejar de pedir un permiso que sonó inverosímil. «Tu rasgo podría ser…»dijo, al mismo tiempo que lo tipeaba. Tanto la arista clínica como la conceptual del vaivén desplegado, estaban contenidas en esa formulación, y eso estaba bien. El impacto maldito vino a partir de los dos signos de interrogación con los cuales encerró mi rasgo. Ante esos signos, la respuesta muda fue «no es eso, ¡demasiado literal! ¿Está bien redactado?» Uno de los tip que estrictamente venía siguiendo, de esos con los que uno se puede cruzar cuando está terminando la facultad, prohibía ‑entre muchísimas otras cosas‑ el uso de los signos de interrogación, sea en los títulos, sea al finalizar algo escrito. De ahí que sea comprensible el rechazo ante semejante intromisión del más provocador. El segundo instante no fue mejor, porque el efecto de extimidad del «eso estaba en mí y sin embargo me era desconocido» [1] ataca el manso desconocimiento yoico. Los signos que interrogan fueron tomados de las mechas de la enunciación y puestos en un título. He allí el acto que puede cometer un más uno. Que uno se termine preguntando ¿Dónde está el rasgo? ¿En qué punto empieza y en cuál termina? ¿A quién le pertenece, si es que viene de otro pero es mío, es propio pero demasiado ajeno?
No quedaba otra, hubo que consentir a eso impropio pero propio, dejarse engañar pensando un poco en que después de todo no está tan mal el nominalismo cuando descree que «en las letras de «rosa» está la rosa y todo el Nilo en la palabra «Nilo»» [2], que se trata de un nombre de no más de dos años de vida, y que el rasgo es un semblante para provocar una elaboración. Además hubo un servirse de lo que estaba cautivo entre esos signos, esto es la figura del «incauto», el que se deja engañar. Y eso facilitó el consentimiento. Pero fue necesaria esa especie de herida a la «falta en ser», y es que ella ‑por estructura‑ no se pone a trabajar, se lo deja al Otro. La «falta en ser» se hace amiga enseguida de las identificaciones y final feliz…y con eso, final del espíritu del cartel [3].
Sin duda, es una experiencia que dejó sus efectos, y eso que todavía no terminó. Fundamentalmente, a partir del forzamiento que tocó el propio «horror de saber»(4), ese que casi nadie preferiría poner entre signos de interrogación.
Mariana Isasi
NOTAS
- Miller J.A.: Sutilezas analíticas, Paidós, Buenos Aires, 2011, pág.114.
- Borges J.L.: «El Golem» en Obras Completas II, Emecé, Buenos Aires, 2007, pág.305.
- Miller J.A.: «Cinco variaciones sobre el tema de «la elaboración provocada» en El cartel en el Campo freudiano, Cuadernos de Psicoanálisis, Eolia, Buenos Aires, 1991.
- «Es muy importante esta dimensión del saber y también advertir que lo que preside el saber no es el deseo sino el horror», Lacan, J.: «Los no incautos yerran»,no editado, clase 9 de Abril 1974.